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El ocio particular de un municipio valenciano del siglo XIX, en el romance de Antonio Palanca

El ocio particular de un municipio valenciano del siglo XIX, en el romance de Antonio Palanca

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Os quiero mostrar en esta ocasión, la recopilación de la publicación de Las Provincias , del 2 de agosto de 1904, del romance poético que escribió Antonio Palanca, y que no es sino el retrato más puro y costumbrista del pasado de una pequeña localidad valenciana allá por el siglo XIX, que bien la podríamos situar en la Ribera, y de un domingo cualquiera, donde lo habitual era ir a la misa mayor y, después, cada uno llenaba el tiempo libre como podía dentro de la poca oferta disponible . Acudir a la taberna a beber, conversar y jugar a las cartas, se trataría de lo más común para una parte de los hombres, una minoría. Porque el ocio va muy relacionado con la época y con la economía. Palanca nos describe a modo de verso cómo se organizaba el ocio en el pueblo para este particular sexo masculino, desde la misma salida de la misa hasta culminar con la partida de pelota de la tarde.

Se trata de una localidad pequeña, agrícola y rural, donde el tema más cualitativo de debate entre los hombres es el campo y las cosechas, sin faltar la predicción del tiempo, tan pequeño el pueblo que sólo había un maestro en la escuela, que junto con el médico, el cura y el menescal formaban la parte ilustrada y culta, lo que el autor denomina: “cargos oficiales”. Encontramos también la existencia de un convento junto a la iglesia, en la plaza, y al no hacer mención a ningún casino o sociedad, entendemos que todavía no existía, porque la escena se remonta a tiempo anterior al asociacionismo, y la podríamos situar en la década de 1860, cuando las partidas de pelota de los pueblos surgían espontáneas y se arreglaban entre la misma gente local, y en algunos casos se añadía algún jugador afamado de fuera, en este caso concreto , las apuestas corrían por el Xato o por el Pelat.

Es curioso que el autor tampoco hace mención a ninguna taberna, porque haber había al menos una, pero quizás evita la imagen negativa, no estaba bien visto frecuentar estos lugares, simplemente con una ojeada a las ordenanzas municipales de Montserrat de 1880 lo podemos constatar : “En el interior de las tabernas se guardará orden y procurarán los dueños que no se alborote, tanto conversando fuerte, como cantando en descompasados ​​gritos, evitando además disputas acaloradas y que puedan venir a las manos”; y otro artículo: “A todo individuo que se observe concurrir con mucha frecuencia en las tabernas sin dedicarse al trabajo y sin tener bienes ni industria, se le considerará como vago y será entregado al tribunal competente”.

El romance está escrito antes de los criterios de normativización lingüística, sin embargo, su verso es tan claro y colorido que perfectamente se entiende porque es la lengua que se habla en la tierra, como la pintura de un lienzo que se mantiene intacta en el tiempo. No sé, leyendo el verso en todo el conjunto, me viene a la mente la imagen de la pintura de José Bru Albiñana: “El Juego de Largas (1882). Museo de Bellas Artes San Pío V”. En este cuadro todavía se puede ver a alguna mujer o, mejor dicho, una chica, que sale atrevida a la calle entre tanto público espectador masculino, parece estar conversando con un joven, seguramente festejando.

Como la publicación hace referencia a que la poesía fue premiada en los Jocs Florals, es fácil conseguir el segundo apellido del autor y gracias al compañero cronista de Alzira, Aurelià Lairón, me facilitó información para confirmar que Antonio Palanca i Hueso era hermano de Francesc Palanca i Roca, este último reconocido alzireño que destacó como dramaturgo. En esa ciudad se hace entrega anualmente del premio de teatro que lleva el nombre de Francesc Palanca. Efectivamente, el padre, Palanca i Roig, panadero de profesión y nacido en Sagunto, enviudó al morir Maria Roca, en 1838, y se casó con Rosa Hueso. Vivían en Valencia en la plaza de Sant Domènech, en una buhardilla. Se trataba de una familia muy humilde. Antonio, de gran talento poético, nació en 1848 y regentó durante gran parte de su vida un puesto de flores en la plaza de la Constitución y, también, al igual que el hermano, escribió obras de teatro y muchas de poesías . Formaba parte del círculo de Lo Rat Penat. Falleció en 1905.

Es muy probable que en el diseño de este romance, Antoni Palanca guardara el recuerdo de su infancia de las visitas a los pueblos de donde eran originarios los padres, porque todavía contaría allí con familia, y de esa visión rural de 1860 durante su adolescencia. Hay un dicho de esa época que el autor nombra en este romance: “Como el gallo de Morón”; y que muchos de nosotros todavía hemos escuchado alguna vez: salir sin plumas y escaldado.

El libro de Recaredo y Victor Agulló, “ El juego de pelota a través de la prensa valenciana 1790-1909” , también hace mención de este hermoso romance.

Marcos Campos Añón

Cronista oficial de Montserrat

Después de oída la misa mayor o conventual, y haber pasado media mañana, sentados en el coro cantando; mientras las mujeres se afanan huyendo a hacer la comida, porque está ya cerca del mediodía y está en el fuego el gato; todos los hombres viejos y jóvenes, viudos, solteros y casados, en la plaza de la Iglesia pasan un rato charlando.

Aquí ves en un círculo a los más doctos del poblado queriendo arreglar la España, cosa que no puede conseguir nadie, por tupé que tenga; y en otro más allá uno que la tira de astrólogo asegurando muy formal que no tarda nada en llover, y que lo adivina, ¡claro! Y como tiene un calendario de huesos, ¡no se equivoca en jamás! Y ahí hablan de cosechas, mientras al lado arreglan una partida de pelota unos cuantos chavales. Allí está el gatillo, galleando, y diciendo que no hay guapos que se le ponen delante, a largas ni a cortas; pero como siempre hay para un macho otro macho, y todos pensamos tocar el dedo en el cielo, no falta quien entre riéndose y tufado, le propone una partida para esa misma tarde.

Admitida por el otro, convienen cuáles jugarán en cada bando, aportando lo que deben perder o ganar. Y éste pone por el Xato, y otro por el Pelado, y se arma allí un maragallo unos riendo y otros hablando que no se entiende ni el demonio; la suerte de que la batalla de las doce pone freno y paran todos al instante. Pañuelo, gorro o sombrero se quita cada uno de la cabeza. Rezan el Ave Maria y apenas hacen la señal de la Cruz, se despiden no sin convenir antes la hora del hecho, pero hecho que tienen que empezar.

Apenas las cuatro y media de la tarde han sonado, y ya la calle de la Iglesia como un hervidero está de gente, que ha sabido la apuesta que aquella mañana se ha pactado. Llegados a la pared, y de una parte a otra parte de la calle, los chicos y los hombres en fila se van colocando, de pie la inmensa mayoría, y algunos otros en cuclillas. No es extraño en una entrada ver al cura sentado, en compañía del médico y otros cargos oficiales, como por ejemplo, el alcalde, el maestro y el menescal, todos esperando la partida, que ya tarda en empezar.

«Hombre, vamos, vamos!» un cepo les dice en voz reposa.

“Xe, ¿que se han arrepentido?” y dice otro.

«¡Que se hace tarde!» gritan algunos.

Y al momento, como si fuera una señal, ves salir a los jugadores, puestos todos de punta en blanco. Es decir, en calzoncillos y camisa, remangados hasta más arriba del codo, y algunos con el guante puesto.

En un chavo o aguileta que en el aire va lanzado a cara o cruz, deciden el saque de empezar. Cada uno se pone en su puesto, y la pelota cogiendo lo que ha decidido la suerte, y diciendo muy fuerte “ahí va”, la bota enseguida, y se escucha un chasquido contra el guante, y bajo el brazo, dando media vuelta l envía… a dónde quiere ella ir.

Como si fuera el maná a caer, todos al cielo levantan la cabeza; al tiempo que los contrarios van de frente o reculando para poder alcanzarla; la juegan, vuelve a pasar, y si no la contrarrestan, el marcador al instante le da en voz fuerte el quince al que acaba de restar. Y de nuevo, los mismos van sacando de allí en adelante, hasta que se han hecho dos rayas, o vale y raya, da igual, porque cambian de puesto; y así siguen jugando hasta terminar la partida, si termina aquella tarde.

Y cuenta de quince a treinta, de treinta suben a vale, y de vale a tantos cinco, y se van entusiasmando. Si la partida se iguala, el público no para de apostar a favor del más afortunado.

Hasta aquí el juego es serio, pero como no falta nunca la parte cómica de los casos, a lo mejor no es extraño ver chorrar la miel a alguien, que la nariz le han aplastado si lo toman por la pelota, o encontrarse un sisón falso cualquiera de los jugadores, quiero decir, hacerse un chichón grande, tropezando y yendo al suelo, o quedarse espatarrado haciendo pinos para sostenerse entre sí caigo o no caigo, o bien besar la pared, que de todo se ve pasar .

En fin, que se divierten quienes juegan, y quienes van a presenciar la partida; sobre todo los que han quedado como el gallo del Morón perdiendo los quienes y cansados. No quiero decir nada de los que han sacado del juego alguna señal o mataura y ya tienen unos cuantos días que rascar: que esos pierden vale y raya y la pelota encalada.

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